sábado, 9 de julio de 2011

La ciencia detrás del placer

La ciencia detrás del placer
CARLOS FRANCISCO FERNÁNDEZ* - ASESOR MÉDICO DE EL TIEMPO

Si no fuera porque los seres humanos sienten placer, probablemente la especie ya no existiría: no comerían, no harían amigos, no se enfrentarían a algo tan delicioso, y a la vez tan peligroso, como las relaciones sexuales, y una sinfonía no pasaría de ser un ruido más.

Aunque para cada cual el placer puede tener una definición distinta, para el cerebro no es más que una recompensa por hacer lo que el cuerpo desea. En otras palabras, el placer es la moneda con la que este órgano valora, sopesa y toma decisiones frente a lo que le depara el mundo.

En ese orden de ideas, no es descabellado decir que el foco de la investigación que trata de encontrar la felicidad en el ser humano se centra en dos aspectos: el deseo y el placer.

Y, como lo confirman distintos estudios, la noción de recompensa es común a los dos.

En este ámbito hay un circuito fundamental, que es el que sigue la dopamina, una sustancia vital para el sistema nervioso. Ella dispara los deseos de comer, de escuchar música, de masticar un chocolate o de acostarse con alguien.

Primero es necesario, sin embargo, que los sentidos se pongan en contacto con el objeto del deseo: un helado, una pastilla de chocolate, un buen trago, una melodía que resulta irresistible o la persona que se ama.

Las sensaciones capturadas por ellos llegan a un lugar ubicado en la corteza frontal, que queda justo detrás de los ojos; sus neuronas se encargan de decirle, automáticamente, a la persona qué tanto le gusta lo que tiene al frente.

Si el estímulo es grato y fugaz activa ese circuito, que los psicólogos canadienses James Olds y Peter Milner describieron en ratas en los años 50.

Los investigadores notaron que los roedores acostumbraban a tocar una palanca que liberaba una pequeña descarga eléctrica y les estimulaba ciertas áreas cerebrales, tanto que lo hacían hasta dos mil veces por hora; de hecho, los roedores le daban prioridad a esta actividad, por encima de otras rutinas, como el sexo y la alimentación.

Ese comportamiento, que Olds y Milner no lograron explicar del todo, fue recientemente interpretado por científicos de la Universidad de Michigan (Estados Unidos), cuando comprobaron que animales a los que se les estimulaban ciertas zonas del cerebro, ponían la misma grata expresión que cuando consumían alimentos dulces y sabrosos. Una muy distinta a la que mostraban cuando comían algo amargo y desagradable.

Esta simple observación sirvió para que el investigador Ken Berridge estableciera una diferencia entre el deseo y el placer. O mejor: entre querer y gustar. Para entenderlo mejor, aseguró que la dopamina está relacionada con el deseo, es decir, con las ganas que se sienten por algo; con el anhelo de obtenerlo.

Berridge, además, encontró que la recompensa que se obtiene cuando se posee el objeto deseado, produce una sensación de gusto que la gente denomina "placer", y en el que la dopamina cede su acción. El placer está relacionado con familiares de la morfina, u opioides endógenos, que produce naturalmente el organismo; se trata de las endorfinas que, en este caso, podrían llamarse "sustancias del placer".

Lo curioso es que la dopamina, para promover el deseo, y las endorfinas, para garantizar el placer, actúan esencialmente en ese pedacito de cerebro del que ya habíamos hablado: la corteza orbitofrontal.

Los investigadores no tardaron en preguntarse si la mezcla de ambos componentes daba como resultado lo que las personas perciben o definen como la felicidad.

Y fueron más allá al plantear si la felicidad es un estado máximo de placer, desprovisto de deseos, o un estado de máxima satisfacción e indiferencia por el entorno. Les surgió otra cuestión: ¿Pueden manipularse artificialmente dichos estados suministrando sustancias como la dopamina y la morfina?

El mismo camino de las adicciones

Estas inquietudes han ido encontrando, en parte, respuestas a medida que se han ido conociendo los mecanismos de las adicciones.

En enero de este año, la revista Nature Neuroscience publicó un estudio de investigadores de la Universidad de McGill (Montreal, Canadá), según el cual la música produce en el cerebro estímulos que generan un estado de bienestar, muy similar al de estar enamorado, y que los científicos relacionaron con la dopamina.

En últimas, la música que se disfruta y se goza de verdad está ligada, directamente, a los sistemas de recompensa más profundos. También puede decirse, sin embargo, que el efecto de esas melodías que fascinan en el cerebro, está mediado por los mismos mecanismos y sustancias que actúan en los casos de adicciones a drogas, como la cocaína y la heroína.

Por otro lado, en la Universidad de Siracusa (Nueva York), Stephanie Ortigue encontró que enamorarse provoca la misma respuesta eufórica en el cerebro que las drogas ilícitas, con una particularidad: a diferencia de las sustancias adictivas, el enamoramiento no activa una sino doce zonas en este órgano, que involucran áreas cognitivas complejas, como las que se encargan de la representación mental y la autoimagen corporal.

Esto permitiría inferir que el deseo y el placer obtenidos por el amor apasionado (que es distinto al amor filial) constituyen un proceso más complicado que la adicción a las drogas.

Analgésico natural

Como el amor apasionado moviliza mecanismos de deseo y de placer, en este caso la dopamina y las endorfinas, fácilmente se entiende la conclusión de investigadores de la Universidad de Stanford, en California, que demostraron que en la fase apasionada y hasta obsesiva del enamoramiento, quienes viven en este estado idílico experimentan un alivio significativo del dolor.

En otras palabras, la activación de los sistemas de recompensa del cerebro, con los que se obtiene placer a través de las endorfinas, son también un analgésico natural.

Quizás entendiendo cómo un cerebro evolucionado ha perfeccionado los mecanismos del deseo y del placer, se pueda entender por qué los humanos nacen con la energía para moverse hacia lo que les produce gratitud y bienestar.

Pareciera que a través de códigos básicos, obtenidos de estímulos simples como la comida apetitosa, el buen vino, un atardecer, una música que conmueve y la intimidad con el ser que se ama de verdad, el cerebro pone en marcha algo así como "transacciones económicas" de placer y beneficio.

Estas les permiten a las personas optar por las conductas que les resultan más apropiadas e interesantes, con el único objeto de maximizar esa sensación que la humanidad define como bienestar, pero que el cerebro interpreta como placer.

El placer puede considerarse, entonces, un valioso mecanismo de supervivencia evolucionado. En los seres humanos este tiene un amplio abanico de registros mentales, que si bien permiten una satisfacción física a través de conductas básicas, también existe un marco muy grande de opciones de placeres, que llegan a ser personalizados y para los que se requiere un componente de conocimiento y de abstracción.

Sería el estado ideal, pues se trata del placer que evoca aquello que llamamos belleza y que fundimos con lo que comúnmente se conoce como felicidad. Ese es el sustrato más importante de la batalla por mantener la vida.

* Médico, fisiatra y neurofisiólogo.

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